martes, 23 de junio de 2009

230184

Nací un 23 de enero del año 1984, un día frío (supongo), de calcetines de lana y bolsillos vacíos tras todas las comilonas y regalos de navidad.Nací y me vi de pronto en este mundo, inmenso. Desde aquel 23 de enero de 1984 han pasado exactamente 24 años, 6 meses y 4 días (menos 5 minutos, el tiempo exacto que queda para llegar a la media noche en un día caluroso de junio, con sandalias y los bolsillos repletos de pérdidas y ganancias). Y aquí me siento, en una de las tantas casas que han cuidado de mí, unas más y otras menos. Y como siempre, me encuentro en frente de ti, para llenarte de pronto y sin previo aviso con palabras que no parecen tener mucho sentido. Supongo que simplemente sirven para recordar(me) que aún sigo viva.

Hoy hago balance de mis 24 años, en los que he perdido más de lo que perderé el resto de lo que me queda en este mundo, cada vez menos inmenso. Hago recuento de todas las veces que (me) he perdido. Primero fue mi padre, del que cada vez recuerdo menos y del que cada día me acuerdo más. Mi padre murió un 13 de febrero de un año demasiado redondo; como todas las malas experiencias, mi sabio cerebro borró de pronto los días vividos en aquel hospital y los cubrió con nieve, pellas y escapadas del colegio y cumpleaños con pajaritas de papel. Pero sobre todo, el tiempo se llenó de mi hermana, esa a la que conocí por causas de fuerza mayor y que me conquistó con tostadas recién hechas y olor a café con leche en la cama. Mi cerebro también rellenó esa ausencia con poemas; uno muy especial que me regaló mi padre en mi dieciseisavo cumpleaños. De él aprendí que las palabras llegan como los olores antiguos, y que sólo yo lograré entenderlas.

Tras la muerte de mi padre continué perdiendo cosas, unas más importantes que otras. En primer lugar, perdí la virginidad, que se dice pronto. Al mismo tiempo gané mi primer amor, que me sirvió para descubrir el apasionante mundo de la vida en pareja. Aprendí a fumar (a veces, sustancias prohibidas, como las caricias en la parte de atrás del coche y los orgasmos repentinos de madrugada) y a cantar canciones debajo de la almohada. Aprendí a sufrir como en las telenovelas sudamericanas, a dar portazos y pegar bofetones en el día de los Reyes Magos. Aprendí también que la
palabra siempre es mentira.

Con dieciocho años y habiendo terminado el colegio con muy buenas notas (verdadera incógnita, teniendo en cuenta que estudié la selectividad a la luz de las velas por falta de electricidad en casa y durmiendo con abrigo por falta de calefacción y agua caliente) me mudé con mi madre a un piso de 90 metros cuadrados, y con mi tía abuela Tove, de 99 años y 1 metro 50 de estatura. De esos días no recuerdo casi nada, en parte porque nunca he tenido muy buena memoria y en otra porque fueron días que sólo sirvieron para echar de menos. Para echar en falta mi primera casa, aquellas paredes que recorrí cientos de veces con las yemas de los dedos, rodeada de gente y animales, de voces, pasos y silbidos, de plantas y olor aniñamimadadepapáymamá. Fue en uno de esos días en los que decidí marcharme a otra ciudad, en busca de nuevas aventuras y como respuesta a esa inercia mía de no parar a pensar, un poco por cobardía (quizás).

Y de pronto me ví en la ciudad amarilla. Y gané los mejores cinco años de mi vida. Si pienso en Salamanca siempre me imagino una sonrisa. Allí comenzaron aquellos años universitarios que uno piensa que durarán eternamente. De ella me llevo lo que soy ahora. Las resacas infinitas por la rúa y la plaza mayor. Los cafés con leche, canela y tontería. Los primeros sitehevistonomeacuerdo. Fueron años de ganancias, de ir rellenando vacíos. Los vacíos más grandes se cubrieron con amigos; con reuniones de risas y delantales. Con lunas llenas y menguantes, con paseos y tardes de césped y sol. En Salamanca conocí a mi mejor amigo, ese que llevaba esperándome toda la vida. Aprendí a enamorarme todos los días y a coserme la noche a las palmas de las manos (porque en la ciudad amarilla las noches nunca se olvidan).

Sí.En Salamanca perdí el norte, pero también encontré mi brújula mágica, esa que me acompaña vaya adonde vaya. En muchas ocasiones perdí también la vergüenza y el sentido del ridículo, bailando con los pies descalzos y robando adoquines por las calles, con olor a lluvia en el pelo y partiéndome la voz por la calle del viento. Aprendí que los olores se guardan al final de la garganta (como las palabras), y que el día menos pensado aparecen para recordarte que una vez fuiste feliz. O al menos eso creías.

Pero está claro que ganar no es un verbo hecho a mi medida. A veces llega un momento en que te haces vieja de repente, como dice esa canción que todos cantamos cuando llevamos un par de copas de más. Y aunque todavía no me ha salido ninguna arruga en la cara, sospecho que alguna que otra me ha aparecido en el corazón, este maldito órgano que nunca deja de palpitar y que a veces me recorre la boca del estómago, pidiéndome que pronuncie palabras que nunca me atrevo a pronunciar, quizás por mi temor a no saber expresarme correctamente (y eso que soy licenciada en el arte de comunicar) o simplemente por ese pánico mío a descubrir(te) que me siento pequeña en este mundo cada vez más minúsculo y en esta rutina mía, que se reduce a cuatro paredes, un coche azul y un par de conejos.

Mi regreso a la capital, hace exactamente un año, veinte días, una hora y diecisiete minutos, me ha enseñado que puedes perder mucho más de lo que te imaginas, pero que milagrosamente tu columna vertebral no pierde el equilibrio y tus tobillos siguen formando un ángulo perfecto de 90 grados con la tierra, aunque a veces se tambaleen. Hace 8 meses y trece días que perdí a mi madre. No hay palabras ni letras ni verdades en lasque quepa tanto dolor. De ella casi no recuerdo, pero porque no me atrevo; porque he aprendido a construirme un escenario en el que ella nunca estuvo, porque es la única manera que tengo para poder sobrevivirla.

Y sin embargo, aunque parezca mentira, haciendo balance de estos 24 años, 6 meses y 4días puedo afirmar con rotundidad que al final he ganado. He ganado porque aún me levanto todos los días con la seguridad de que podré con todo. He ganado porque no cambiaría esta vida mía por nada del mundo, porque me levanto y lucho contra todo lo que me dice que me rinda. He ganado porque tengo un vacío inmenso dentro de mí, lo que indica que sólo me queda esperar a que se llene con un poco de alegría. Y estoy segura de que tarde o temprano aparecerá por detrás de alguna esquina…

3 comentarios:

  1. Me emocioné leyéndote. Tal vez porque también fue en la ciudad amarilla donde mis días comenzaron a tener sentido un día. Regreso a ella tras años de ausencia y, de nuevo, no sé por dónde empezar.
    Un abrazo grande.

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  2. No había releído este texto hasta hoy y me encuentro con tu comentario....muchas gracias..otro abrazo grande para ti, y animo!!!

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  3. Eres grande,y fuerte..
    Me ha emocionado muchísimo, cosa que hacia tiempo que no me pasaba.
    un abrazo enorme.

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